Fotografía por Julio Aguilar
La cifra exacta nadie la conoce, pero se calcula que más de 30 mil niñas, niños y adolescentes viven en centros de asistencia social porque no tienen cuidados parentales o están en riesgo de perderlos. Cerca del 80% se encuentra en albergues privados. Ese es otro cálculo aproximado, porque tampoco se sabe con certeza cuántos de estos centros funcionan en el país ni en qué condiciones. Lo que sí se ha comprobado es que crecer en una institución no es lo más recomendable. En muchos casos es la peor opción.
Texto: Diana Amador
Fotografías: Julio Aguilar y Consuelo Pagaza
Las estadísticas estaban en su contra. Gabriela tenía ocho años cuando, junto con sus tres hermanos, llegó a un albergue del DIF de Veracruz. Venía de un hogar en donde conoció la violencia. Las historias de otros niños con un pasado similar llevaban a pensar que tenía altas probabilidades de pasar varios años de su vida en un centro de asistencia social.
En México es común que cuando un niño llega a un albergue público o privado, tenga que vivir ahí durante años. Muchos de ellos no saben siquiera qué los mantiene en ese lugar, porque nadie se los explica. Algunos están a la espera de que las autoridades decidan si regresan con sus padres. Otros aguardan a que un familiar —abuelos, tíos— decida cuidarlos. Varios son protagonistas de tardados juicios de pérdida de patria potestad. Y aquellos —los menos— que ya son jurídicamente susceptibles de ser adoptados esperan conocer a una nueva familia. Pero si ya tienen más de cinco años, viven con alguna discapacidad o forman parte de un grupo de hermanos que quieren permanecer juntos, las posibilidades de que sean adoptados se reducen.
Gabriela y sus tres hermanos fueron una excepción. Los cuatro niños —de 10, 8, 7 y 3 años— ingresaron a la Casa Asistencial Conecalli, a cargo del DIF de Veracruz, en 2015. Por negligencia y violencia, los padres biológicos perdieron la patria potestad de sus hijos a finales de agosto de 2016 y ningún otro familiar pudo hacerse cargo de ellos. Dos meses después, el 31 de octubre, Gabriela y sus tres hermanos dejaron el albergue. Los cuatro hermanos no fueron adoptados juntos. Cada uno salió de Conecalli con una familia diferente; familias que habían pasado por el proceso para adoptar a un niño. El mismo día que cumplió 10 años, Gabriela se fue a vivir con Berenice y Gabriel, sus padres adoptivos.
Gabriela es de tez morena, cabello lacio de un negro profundo y ojos inmensos. Lo que más recuerda del año que vivió en el albergue es a sus amigas, pero no habla mucho de ese tiempo. Tampoco de lo que vivió antes de llegar a Conecalli.
Se podría pensar que un año es poco tiempo si se compara con otros niños que llegan a vivir cuatro o más años en un albergue. Pero doce meses es mucho si se toma en cuenta las investigaciones que han mostrado las consecuencias que tiene “la institucionalización” en el desarrollo físico, psicológico, cognitivo y social de niñas, niños y adolescentes.
Fotografía por Consuelo Morales
Se les ha llamado orfanatos, hospicios, casas cuna, casas hogar, albergues, residencias infantiles, internados y, en años recientes, centros de asistencia social. Muchos se crearon para albergar a huérfanos, pero a lo largo del tiempo se sumaron otros motivos de ingreso.
Hoy, de acuerdo con los pocos estudios que existen sobre el tema, niñas, niños y adolescentes llegan a estos lugares por muchas razones: por ser expósito —recién nacido que es abandonado, sin que se tenga información de sus padres—, por quedar huérfanos de madre o padre, porque fueron víctimas de violencia o negligencia en su familia, porque sufrieron abuso sexual; porque su familia no cuenta con recursos económicos suficientes para atenderlos, porque sus padres se encuentran en la cárcel o viven en la calle, porque fueron abandonados en algún hospital. Incluso, en los albergues del DIF nacional, han dejado a adolescentes cuyos padres ya no saben qué hacer con ellos.
“Muy pocos de los niños y adolescentes que están en las instituciones son huérfanos; la mayoría tiene familia”, aclara Minerva Gómez Plata, investigadora del Programa Infancia de la UAM-Xochimilco.
¿Cuántos niñas, niños y adolescentes viven hoy en estas instituciones? No existe una respuesta precisa. Pese a que desde 2006 el Comité de los Derechos del Niño de la ONU recomendó al Estado mexicano tener información sobre el número de residentes en estas instituciones, su situación legal y las condiciones en que se encuentran, hasta ahora no se tienen esos datos. Solo hay aproximaciones.
El Censo de Alojamientos de Asistencia Social, realizado por el INEGI en 2015, registró 25 mil 667 niñas y niños, de entre cero y 14 años, viviendo en 879 albergues; de los cuales 98 eran públicos. Para muchos especialistas, incluso funcionarios, los datos del censo se quedan cortos. Las estimaciones más conservadoras hablan de 30 mil niños, es decir, tres veces la capacidad del Auditorio Nacional.
Si no se sabe con precisión cuántos niños y adolescentes viven en instituciones, tampoco se conoce con exactitud cuántos podrían regresar con sus familias o cuántos podrían ser adoptados.
Hasta junio de 2017, de acuerdo con respuestas a solicitudes de información realizadas al DIF nacional y a los estatales, las cifras que se tenían eran de 985 centros de asistencia social, de los cuales 836 son privados y 149 públicos.
Esta es la distribución de los Centros de Asistencia Social en México, de acuerdo con los datos proporcionados en las respuestas a solicitudes de información realizadas a los DIF nacional y estatales.
Fuente: Respuestas a solicitudes de información realizadas a los DIF nacional y estatales.
* En el caso de Baja California, la información se integró a partir de los datos proporcionados por el DIF estatal y el Censo realizado por el INEGI en 2015.
* El DIF-CDMX no cuenta con Centros de Asistencia Social a su cargo; niñas, niños y adolescentes que están bajo su tutela viven en albergues de organizaciones de la sociedad civil, con los que tiene convenios, o en los centros del DIF-Nacional. Las instituciones públicas de la CDMX que se mencionan aquí están a cargo de la Secretaría de Desarrollo Social y una de ellas depende de la PGJDF.
Fotografía por Julio Aguilar
La “vida institucional” de Joel Navarrete comenzó en 1988. Tenía cuatro años. Su madre, con problemas de adicciones, dejó a sus tres hijos mayores en la Casa Hogar de Los Cachorros de Fray Tormenta, en Texcoco, Estado de México.
Después, los tres hermanos vivieron con su abuela en Veracruz; ella no podía hacerse cargo de todos, por lo que envió a Joel con una tía, en el Ajusco, Ciudad de México. Ahí, el niño dormía en el piso, despertaba a las cinco de la mañana para acarrear agua y ayudar en otras actividades. Joel escapó de esa casa y prefirió vivir en la calle. Tenía 12 años.
—No era parte de la familia. Tenía que comer las sobras. Había golpes. No tenía nada propio. No estaba ahí porque me quisieran; teníamos muchos problemas.
La “vida institucional” de Joel continuó en el CAIS Villa Margarita —recinto que depende del gobierno de la Ciudad de México—, en el Internado Infantil Guadalupano —centro lasallista en donde, asegura, los niños recibían varazos cuando sus calificaciones tocaban fondo—, y en Hogares Providencia —institución religiosa fundada por el Padre Alejandro García, conocido como “Padre Chinchachoma”—; ahí pasó más tiempo. Llegó cuando tenía 14 años y salió a los 17.
Joel, ahora de 29 años, recuerda que el albergue tenía problemas logísticos y económicos. Una persona estaba a cargo de hasta 20 niños, quienes salían a la escuela por las mañanas y, al regresar, se encargaban de la limpieza y asistían a talleres para aprender algún oficio.
—No tenían mucho control sobre lo que pasaba ahí. No importaba si ibas bien o no en la escuela; si te llevabas bien con los demás.
Joel también conoció el CAIS Coruña, en la Ciudad de México. Llegó a los 17 años. De todas las instituciones en las que vivió esa —asegura— fue la peor, sobre todo por el nivel de violencia entre residentes y la indiferencia de quienes trabajan en el lugar. Se trata de un albergue de la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México, en donde se recibe a personas que trabajan en la calle y a indigentes, tanto niños como adultos.
—Ahí te quemaban los pies cuando dormías, te echaban pasta de dientes en los ojos, te encobijaban y golpeaban hasta que no te podías levantar. Los educadores nunca estaban o te decían que tenías que aprender a defenderte.
A Joel se le hizo casi una costumbre entrar a un albergue y salir de él antes de hacer amigos, antes de aprender un oficio, antes de acabar la escuela, antes de que alguien le pusiera suficiente atención. En ninguno de esos lugares encontró cuidado personalizado.
“La institucionalización tiene efectos negativos en todos los niños. Son efectos diferentes, dependiendo de la edad”, explica Paula Ramírez España, oficial nacional de Protección de Unicef México. Incluso —recuerda— hay recomendaciones internacionales que alertan que no debe institucionalizarse a niños de los cero a los tres años, “porque, entre el nacimiento y cuando el niño cumple tres años, se forman las conexiones neuronales que el cerebro necesita para formarse definitivamente. Y en este periodo de la vida, el carecer de un cuidado individualizado, puede tener consecuencias fatales”.
El psiquiatra Alejandro Morton, coordinador de Infancia, Adolescencia y Familia del DIF Monterrey, explica que hay cuatro pilares fundamentales en el desarrollo de los niños: el biológico, el afectivo o emocional, el cognitivo o intelectual y el de socialización. Esos pilares son derrumbados en el sistema institucional que predomina en México. “En cualquier eje, los niños institucionalizados están en clara desventaja”.
Las investigaciones sobre el tema han documentado que son niños de menor talla, tienen un menor desarrollo académico; el promedio de años escolares es de 9.2. Tienen dificultades para establecer relaciones de pareja y laborales de largo plazo, así como una red de amigos permanente y, en general, una red social en qué apoyarse.
Cuando pasan muchos años en una institución, al llegar a la etapa adulta —resalta Morton— presentan propensión a problemas de salud psicosomáticos, mayor riesgo de problemas de salud mental, baja autoestima, percepción limitada de sí mismos, problemas de ansiedad y depresión. “Hay casos excepcionales en que superan todas esas dificultades, pero suelen ser casos en los que hubo un adulto presente a lo largo de su desarrollo: un profesor, un cuidador, alguien que se convirtió en su familia de alguna manera”.
Fotografía por Julio Aguilar
En julio de 2014, el país recordó que hay menores que viven en albergues en condiciones que vulneran sus derechos. En esa fecha se difundió la historia de La Gran Familia, albergue ubicado en Zamora, Michoacán, dirigido durante cerca de 40 años por Rosa Verduzco, conocida como “Mamá Rosa”. En el lugar cerca de 600 personas vivían en condiciones insalubres; 458 eran menores de edad, varios estaban registrados como si Verduzco fuera su madre. La mujer de 79 años fue detenida, junto con ocho empleados, por privación ilegal de la libertad. Ella salió de la cárcel debido a su edad avanzada y estado de salud; seis empleados fueron juzgados por abuso sexual, trata y explotación de menores.
Antes de esa historia ya se habían conocido otras que evidenciaban la falta de supervisión a los albergues. En diciembre de 2008, una niña fue reportada como desaparecida después de haber pasado tres años en Casitas del Sur, sitio administrado por una organización cristiana. La directora del centro prohibió el contacto con la familia desde 2005, cuando la niña fue ingresada por autoridades del DIF DF al considerarla víctima de violencia. Cuando un juez otorgó la patria potestad a su abuela, la niña no estaba en el albergue. Las investigaciones revelaron que otros 26 niños habían desaparecido de centros afiliados a Casitas del Sur en la Ciudad de México, Nuevo León y Quintana Roo. Los lugares fueron cerrados y 126 niños fueron rescatados.
Fue la historia de “Mamá Rosa” lo que aceleró la aprobación de la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, publicada en diciembre de 2014. A partir de esta ley tendría que haber comenzado un proceso de regulación de albergues, tanto públicos como privados, por parte de las Procuradurías de Niñas, Niños y Adolescentes de los DIF estatales, encargadas de registrar, certificar y supervisar estas instituciones.
Esta labor va a paso lento. Aún no se cuenta con el Registro Nacional de los Centros de Asistencia Social que exige la ley, el cual tendría que ser público e incluir, entre otros datos, el número de menores que viven en los albergues y por qué llegaron ahí; así como la información sobre su situación jurídica y el seguimiento al proceso de reincorporación familiar. Tampoco hay un mecanismo homologado de supervisión de los albergues. Cada DIF estatal decide cómo verificarlos.
Del total de menores que viven en instituciones, 80 por ciento se encuentra en albergues privados, según el Censo de Alojamientos de Asistencia Social, realizado por el INEGI.
Antonio Romero Garza, en su tesis de doctorado Infancias y adolescencias institucionalizadas. Ruta y destino de jóvenes en casas hogar, resalta que en México existen albergues con esquemas que datan desde antes de la década de los ochenta, los cuales no cuentan con personal capacitado ni plan de vida para sus residentes.
Minerva Gómez, en Los caminos del desamparo infantil. Intervención y tutela del Estado ante la pérdida de cuidados parentales, escribe: “la práctica asistencial, en general, no tiene parámetros de profesionalización, lineamientos, claridad de sus modelos de atención, protocolos de atención, directrices de operación y mucho menos están al día en los marcos de derechos humanos”.
Los especialistas reconocen que sí hay albergues de la sociedad civil que funcionan con modelos de atención diseñados bajo los estándares de derechos. El problema es que, al no tener un Registro Nacional, no se puede identificar cuántos y cuáles son.
¿Qué servicios ofrecen los Centros de Asistencia Social a sus residentes?
Fuente: Información obtenida del Censo de Alojamientos de Asistencia Social. INEGI-2015
La falta de supervisión deja la puerta abierta a historias como Casitas del Sur o “Mamá Rosa”. En julio de 2017, por ejemplo, una denuncia anónima llevó a conocer que los habitantes de la Ciudad de los Niños, asociación civil con sede en Salamanca, Guanajuato, sufrían abusos físicos, psicológicos y sexuales.
Todo comenzó con el caso de una niña a la que una monja le quemó las manos como castigo. El sacerdote Pedro Gutiérrez Farías, fundador del albergue, tramitó un amparo para no entregar a la niña a las autoridades. Una jueza falló en su contra y puso en evidencia las violaciones a los derechos de los niños, así como la complicidad de las autoridades al no supervisar el albergue.
El sacerdote registró como si fueran sus hijos a varios de los niños que vivían en el lugar; a ellos se les canceló su derecho a la identidad y se les condenó a crecer en la institución, sin posibilidades de regresar a su familia de origen o de ser adoptados.
“Cuando un niño entra a una institución, entra en un limbo”, señala Juan Martín Pérez, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM). “Más grave aún, interiorizan la cultura institucional: dependen de sus cuidadores, a quienes deben pedir permiso para ir al baño, ver la televisión o jugar. Su posibilidad de construir una vida independiente está condicionada por la decisión de otro; aprenden que para sobrevivir hay que tener una buena relación con quien tiene el poder. El poder es la llave de una despensa, la llave de puerta de salida y eso se traduce en una condición de vulnerabilidad que los hace presa fácil de abuso sexual y otros delitos”.
Fotografía por Julio Aguilar
Dos niños recorren las calles de Iztapalapa. No saben a dónde ir, pero saben a dónde no regresar. Un par de policías los detienen. Los niños tratan de huir. Es un día de 1989. Luis no olvida los golpes de los policías, los macanazos con los que los hicieron subir a una patrulla. Ahí empezó su periplo.
Luis tiene 34 años. Hace dos llegó a lo que considera su primer hogar: El Caracol, organización no gubernamental dedicada a atender a personas en situación de calle. Es en la casa-sede del Caracol en donde Luis cuenta su historia. Se esfuerza por articular cada palabra con cuidado. Hoy sonríe con facilidad. Lleva dos meses sin usar drogas, tratando de tener “una vida normal”.
En la plática se disculpa por no poder responder a las preguntas. Hay varios capítulos de su vida que, por culpa de los solventes que inhalaba, se han borrado de su memoria.
Existieron personas y funcionarios que tuvieron en sus manos la posibilidad de que la vida de Luis tomara otro rumbo. Él ya no piensa demasiado en ellos; no les guarda rencor. Ni a su padre que lo golpeaba; que llegaba alcoholizado a descargar su frustración con quien estuviera cerca y que lo amenazó, justo el día en que murió su madre: “¡Ahora sí vas a saber lo que es vivir bajo mi poder!”.
Así que Luis, con sus seis años, decidió tomar de la mano a su hermana, de cinco, y salir de su casa para no volver. Los policías que los forzaron a subir a la patrulla los llevaron a la delegación; de ahí a un albergue del DIF. Durante algunas semanas, los hermanos estuvieron juntos; después los separaron. Luis fue llevado a un centro para varones y su hermana, a la casa de niñas.
Las autoridades tenían datos de su padre y prometieron que lo hallarían para denunciarlo por maltrato infantil. A ellos —les aseguraron— les buscarían un nuevo hogar. Lo primero, no se sabe si se realizó. Lo segundo, no se cumplió. Los hermanos crecieron en instituciones de asistencia.
Luis recorrió ocho albergues: uno pertenecía al Estado, dos eran administrados por grupos religiosos y el resto pertenecían a distintas asociaciones civiles. En uno de esos lugares, lo despertaban a las seis de la mañana para que saliera a vender galletas hasta las diez de la noche. Tenía ocho años. Luis escapó de ahí y de otros albergues. Vivió en la calle varias veces.
Para Luis, el único albergue del que tiene recuerdos positivos es Casa Alianza; ahí llegó a los 16 años, recibió terapia psicológica y estuvo en un programa para atender su adicción. “Ahí —dice— me sentía más seguro, se preocupaban más por mí, había complicidad y cariño”. Tuvo que abandonar el lugar al cumplir 18 años y regresó a las calles.
Entre 2005 y 2006, Minerva Gómez visitó en forma continua a los residentes de la Casa Hogar para Varones —la cual ya cerró— y el Centro Amanecer que atiende a niños; ambos del DIF nacional. Lo que encontró fue que para todo había horarios que debían respetarse; no había un acompañamiento individual; muchos niños tenían problemas para dormir; existía una gran rotación del personal; había pocos cuidadores y era común que se presentaran dinámicas de violencia entre los menores. Cuando algún niño o adolescente entraba en una crisis, le suministraban medicamentos psiquiátricos.
Varios de los niños y adolescentes que pasan mucho tiempo en instituciones —destaca Minerva Gómez— no logran salir del circuito asistencial. Incluso, hasta cuando son adultos.
Antonio Romero entrevistó a 18 personas que vivieron, al menos, cuatro años en albergues públicos y privados en Monterrey. Hubo quienes regresaron a sus familias biológicas antes de cumplir 18 años, pero en algunos casos la reintegración fue nociva, porque no se dio un seguimiento de su situación y volvieron a sufrir violencia y negligencia. Otros lograron reintegrarse a su familia. Solo unos cuantos terminaron una carrera técnica y uno de ellos estudiaba una carrera universitaria.
El día que el actual Procurador Federal de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes, Luis Enrique Guerra García, otorgó la entrevista para este proyecto, el comité técnico de adopciones del DIF nacional autorizó la convivencia pre-adoptiva para cuatro niñas. La más grande tenía 11 años y había vivido durante una década en los albergues del DIF nacional. Aun así, el funcionario defiende la institucionalización: “Hoy, la mejor alternativa que hay es el albergue, la casa hogar, porque esa es la única estructura administrativa que tenemos… Es doloroso que un niño pase gran parte de su vida en una institución; en muchos de los casos eso fue mejor que haber permanecido en el núcleo familiar al que pertenecían”.
En su tesis, Antonio Romero escribe que las instituciones han perpetuado sistemas de desigualdad y pobreza, que empiezan desde el momento en que los niños son llevados a un albergue. Muchos de estos casos son productos de carencias económicas y educativas impuestas por un sistema que a los padres no les ha dado más oportunidades de desarrollo, las mismas oportunidades que le serán negadas a sus hijos después de pasar una vida en instituciones. El académico llama “violencia institucional” a esta falta sistemática de atención a niñas, niños y adolescentes.
Justo para que la institucionalización no sea la única alternativa, desde 2015 el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas recomendó al Estado mexicano adoptar “una estrategia que permita la desinstitucionalización de los niños”. Para lograrlo se podrían seguir las Directrices sobre las Modalidades Alternativas de Cuidado de los Niños, de la Asamblea General de las Naciones Unidas, las cuales recomiendan, entre otras cosas, impulsar políticas de apoyo a las familias para evitar que los niños sean separados de ellas; buscar la reincorporación de los niños a sus familias de origen o extensas; revisar continuamente la situación jurídica del niño; tener otras alternativas de cuidado que ya funcionan en otros países, como las Familias de Acogida.
Estas directrices también mencionan que la estancia de los menores en albergues tiene que ser por poco tiempo, y en lugares “organizados en función de sus derechos y necesidades”. Tienen que ser instituciones pequeñas, en donde un cuidador esté a cargo de máximo ocho niños; en donde exista atención individualizada y poca rotación de personal. Y en donde no se aparte a los niños del entorno comunitario.
Si no es posible reintegrar a su familia a una niña, niño o adolescente, la adopción es la última opción —señalan especialistas como Mireya Gómez y Alejandro Morton—, ya que se trata de una medida definitiva, que implica una ruptura definitiva con la familia de origen.
Fotografía por Julio Aguilar
Hay quienes, a diferencia de Luis y Joel, tuvieron la suerte de llegar a un albergue en donde no sufrieron violencia. Mario Cosio es uno de ellos. Tiene 45 años, es jardinero, y creció en un centro de asistencia social que se caracteriza por tener un modelo familiar: “me dieron todo, pero no me enseñaron a vivir afuera”.
Paula Ramírez, de Unicef-México, enumera algunas de las situaciones cotidianas que enfrentan quienes cumplen la mayoría de edad en un albergue: “Hay chicos que salen de los lugares y nunca han tomado el transporte público; no se han hecho responsables por el cuidado de una casa, de un salario. No saben cómo ir a buscar un trabajo”.
Juan Martín Pérez, director de REDIM, apunta: “salen sin una red social, sin vida comunitaria, no tienen a quién pedirle ayuda. Tienen un círculo de amigos cerrado y, muchas veces, son los mismos chicos que conocieron en instituciones”.
—Cuando los adolescentes salen de los centros de asistencia social, ¿tienen algún seguimiento para corroborar que pudieron integrarse a la sociedad? —se le pregunta al procurador Luis Guerra.
—No. Ya son adultos. No hay una obligación de hacerlo —responde.
Esta visión no es compartida por muchos. “Es una población vulnerable; necesita que, tanto el gobierno como la sociedad, les abramos caminos para una vida independiente”, explica Leticia López, directora de la Cátedra por la Infancia de la Universidad de Monterrey. Ella fundó Pequeños Gigantes Mexicanos, A.C. para apoyar a los adolescentes que salen de las casas hogar de Nuevo León, entidad en donde la edad promedio de egreso es de 15 años. Este proyecto busca que esta población sea visibilizada, acompañada e integrada en el ámbito social y laboral, a través de programas de formación académica y desarrollo integral.
También en Nuevo León funciona el Programa Esperanza, de la asociación Back2Back. Los adolescentes que se encuentran en este programa viven en casas en donde residen, en promedio, seis jóvenes, bajo el cuidado de un matrimonio a quien llaman “familia formadora”. Los residentes pueden seguir estudiando la preparatoria, carreras técnicas o la universidad. En 2003 comenzó con tres estudiantes. Hasta 2017 había atendido a 178 jóvenes del área metropolitana de Monterrey. Hoy en estas casas viven 37 hombres y 22 mujeres.
Otra asociación que también atiende a esta población es Aldeas Infantiles S.O.S, organización con presencia en 132 países y en seis estados de México. Trabaja con un modelo de atención familiar: los niños y adolescentes viven en grupos de siete, en promedio, a cargo de una mujer que no tiene vínculos sanguíneos con ellos, pero que se encarga de cuidarlos y vigilar su desarrollo.
Aldeas Infantiles tiene el programa de Comunidades Juveniles: un grupo de egresados se muda a una casa independiente, pero cercana, y comienza su vida adulta trabajando o terminando sus estudios, con un poco de ayuda económica y la supervisión del personal.
A nivel público son contadas las iniciativas de este tipo. La Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Jalisco, por ejemplo, cuenta con casas de medio camino, donde viven los mayores de 18 años que siguen estudiando. ¿Cuántos adolescentes viven ahí? La procuradora Balbina Villa Martínez se comprometió dar la cifra. Hasta ahora, eso no ha sucedido.
Luis tiene hoy un objetivo: recuperar a su hijo, de año y medio, que vive en una casa cuna del DIF nacional. No quiere que su hijo repita su historia, que pase su vida en instituciones como las que él conoció.
—A veces sueño que ya duermo con mi hijo. Eso es lo que me hace mantenerme sobrio y buscar un empleo, porque necesito ese dinero para recuperarlo —cuenta en la casa-sede de El Caracol.
Luis Enrique Hernández, director de la organización, se ha involucrado en 18 casos de madres y padres que vivían en las calles y el DIF les retira a sus hijos por considerarlos incapaces de cuidarlos. Tres de estas familias lograron reintegrarse, después de procesos que duraron entre dos y siete años. Luis espera recuperar a su hijo.
Joel no piensa tener hijos y no se imagina siquiera con una pareja definitiva, “no sé cómo podría pasar toda la vida con alguien o en un solo lugar, es muy raro para mí”.
Gabriela ya cumplió un año de vivir con su familia adoptiva. Asiste a la escuela, toma clases de natación y los fines de semana entrena en un equipo de futbol infantil. Berenice y Gabriel, sus padres adoptivos, ahora impulsan la adopción de niños mayores. El próximo año, tienen planes de comenzar el proceso para una segunda adopción. Ellos buscarán adoptar a niña mayor de cinco años.
Fotografía por Julio Aguilar